16. Gracia y Adrián

Te pedí que me contases una historia aquel jueves después de clase mientras me ofrecías tu compañía de camino a casa, como cada día… realmente, no recuerdo nuestro primer encuentro, tuvo que ser cuando todavía éramos demasiado niños porque aunque me esfuerzo en buscarlo…

Pero sí destaca en mi memoria lo que podríamos decir que fue nuestra primera cita. ¡Ay!, ahora me río. ¿Tú te acuerdas cómo fue?Mira que era despistada, o quería hacerme la despistada, porque no entendía por qué te empeñabas, día tras día, en acompañarme de vuelta a casa.

Me acabé acostumbrando: «¡Gracia! No te vayas. Espera, espérate ahí quieta. Aquí estoy», me decías, y yo te esperaba, siempre lo hacía. Tú sabías que te esperaría y, aun así, todos los días lo repetías como un saludo, como un ruego. Todavía te escucho y te veo corriendo hacia mí.

Nunca me fui sin ti. En cambio, tú ¿qué? Que te vas sin consultarme, sin pedirme permiso ni mi opinión, sin avisar. Venga, te lo confieso: estoy un poco enfadada contigo, Adrián. No quería que te fueras todavía.

En aquella época éramos dos críos, ¿te acuerdas? Supongo que a mí me faltaba picardía para darme cuenta de lo que ocurría; incluso, era demasiado ingenua como para entender lo que sentía. Era todavía demasiado niña, aunque ya me hubiese hecho mujer, como me decía mi madre.

Las charlas con ella no me gustaban, recuerdo que intentaba oponerme a lo que ella me decía, a lo que la naturaleza disponía. Luego me quejaba contigo. El tiempo no vuelve… todos estamos obligados a crecer y madurar. El tiempo no se detiene para ninguno.

Adrián, Adrián. Recuerdo tu lección de aquella tarde, yo misma te la había pedido; me contaste lo que habías aprendido en clase de historia. Eras cuatro años mayor que yo, pero igual de ingenuo y soñador. En nuestra época las cosas no estaban tan bien organizadas, ¿verdad?

Gracias que no acabaste como zapatero, porque no te hubiese conocido. Tus padres tuvieron mucho tino al meterte en clases al ver que no tenías maña con el oficio familiar. Hicieron bien al tratar de sacar provecho de ti de otra manera. Gracias al colegio, tú y yo nos encontramos.

Empezaste a hablarme de cómo Rodrigo había sido derrotado por los árabes en la Batalla de Guadalete y yo te escuchaba mientras caminábamos por la calle de Magallanes y pasábamos por delante de la tienda de golosinas. Aquel día hasta se me olvidó comprar los chicles.

Adrián, eras todo un narrador, la verdad sea dicha; aún recuerdo tu forma de contarme la batalla aquel jueves, tan pintoresca y detallada, tan animosa que parecía que habías estado allí, y sentía que yo también había asistido, que yo la había vivido gracias a ti.

Tan ensimismados estábamos que pasamos de largo el siguiente cruce, donde yo debía desviarme, donde solíamos despedirnos… estaba caminando por una nube y no sé cómo no me di cuenta, pero llegamos al puerto.

Seguía escuchándote hablar, con las gaviotas de fondo, y recuerdo que entonces pensé que, Adrián, bien valías para contar las noticias por el transistor; pero no te lo comenté hasta mucho después. Quién sabe, de haberlo hecho antes, igual ahora sería la viuda de un gran locutor.

Pero tu vocación era otra. Había sido la de enseñar, se te notaba desde muy chico realmente, y tenías a todo el mundo contento con tu forma de contar la historia. Te empeñaste y esforzaste mucho para llegar a ser profesor y yo me alegro de haberte acompañado durante el camino.

De haber estado en tus momentos malos, que cualquiera podría pensar que no los tenías… Aquellos años fueron duros, ¿verdad? Me alegro de haber estado, sí. A los buenos todos se apuntan, pero a apechugar… nos quedamos pocos.

¡Ay!, Adrián, Adrián… Adrián. Aquella tarde, aunque había comenzado como cualquier otra, con un paseo descuidado acabamos en el muelle por primera vez; desde entonces, ha sido mi lugar favorito de la ciudad y no me veo con fuerzas de caminar por allí sin ti.

Recuerdo que tiempo después me confesaste que no era tu primer intento de llevarme allá, que te gustaba ver cómo los barcos arribaban al puerto y querías enseñármelo; pero sí fue la primera vez que me olvidé de despedirme en el cruce. ¡Bendito despiste!

Paseamos asomándonos a las aguas verdosas, donde de vez en cuando se asomaban algunos peces, buscando algo de comer cerca de la superficie. Nos quedábamos mirándolos como dos bobos, allí, maravillados por cómo brillaban las escamas cuando chocaba con ellas la luz del sol.

Hacía calor aquel día, ¿verdad?

Creo que fue a la altura del barco verde donde te atreviste a rozarme la mano; al menos fue cuando me di cuenta de todo. Allí estábamos, dos mochuelos que, igual que se conocían de toda la vida, se habían querido de la misma manera sin saberlo.

No te miré en ese momento, pero imagino que tu cara sería similar a la mía. ¿Tú me miraste? Cuánto daría ahora por saberlo, pero nunca te lo llegué a preguntar, pensé que tendría tiempo de hacerlo y ahora solo puedo imaginarme la respuesta. ¡Ay, Adrián! ¿Qué voy a hacer ahora?

Al final del muelle nos paramos a mirar el horizonte azul lleno de nubes, era como cualquier otro día, pero… estaba más bonito. Estaba diferente.

Me diste la mano. Tuviste mucho coraje, yo creo que no hubiese sido capaz de dar el paso que nos haría descubrirnos de nuevo de forma diferente; pero te la agarré con fuerza, temiendo que te escaparas, pensando que nunca la tendría que soltar.

Y ahora, aquí estoy, negándome a aceptar que te tengo que dejar ir antes de tiempo. Que ya solo me quedarán los recuerdos. Que no me cogerás de la mano mientras paseamos por el muelle nunca más.