18. Teodoro y Sara
Un gorrión muy atrevido se posó en una mesa en la que había una niña con dos ojos tristes y una sonrisa alegre. Pió y dio un par de saltitos, mirando los ciscos que la merienda había dejado desperdigados. Para el gorrión, un buen festín; pero se estaba arriesgando demasiado.
Una carcajada, o tal vez un movimiento brusco, hizo que el gorrión saliera volando; aunque no se fue lejos, se posó en el respaldo de la silla que había vacía en la mesa de al lado. El joven gorrión comenzó a dar saltitos, parecía impaciente y estaba hambriento.
Sara se dio cuenta y recogió un par de miguitas de la mesa, se las ofreció, probando la docilidad e impaciencia del gorrión. Quería saber si estaba dispuesto a arriesgarse a ser cazado a cambio de un poco de comida; por supuesto, hacerle daño no entraba en los planes de ella.
Eso el gorrión no lo sabía y Sara no lo convenció de que tentara a la suerte. Se giró de nuevo para recoger más migas y luego las dejó caer al suelo, detrás de su asiento, para que el gorrión pudiese comer. Pero todavía estaban demasiado cerca y el gorrión permaneció en la silla.
Lo observó un momento, a Sara siempre le habían gustado las aves, sobre todo, escucharlas cantar. Muchas veces se quedaba sentada en el banco del parque, junto a su padre o con alguna amiga, jugando tranquilamente mientras se concentraba en el canto de los pájaros.
—Sara —llamó su atención Teodoro—. Es hora de abrir los regalos, ¿no te parece?
Sus amigos estaban también allí, celebrando su cumpleaños y divirtiéndose; vitorearon la idea, pero ella negó con la cabeza.
—Todavía no, papá. Primero va la tarta, ¿dónde está?
Su abuela apareció con una tarta de nata y chocolate, y la puso delante de la niña. Nueve velas de color blanco y azul estaban repartidas y encendidas sobre la superficie de la tarta. Sara se quedó hipnotizada mirando el fuego y, entonces, su sonrisa se apagó.
En aquel cumpleaños faltaba alguien, alguien que había sido muy importante y que nunca más celebraría un cumpleaños junto a ella. Aquella sería la primera vez que soplaría las velas sin que su madre la viera y la tristeza la atrapó.
Hacía muy poco tiempo que su madre había muerto. Por un infarto mientras dormía, Sara no volvería a verla más. La niña tuvo que madurar de golpe para entender lo que significaba la muerte, para entender que el mundo no era tan benévolo como había creído hasta entonces.
—¿Sara? —preguntó Teo, que adivinaba lo que estaría pensando la niña—. Recuerda pedir un deseo, ¿eh?
—No se va a cumplir —sentenció la niña antes de que sus ojos se llenaran de lágrimas. Teo la cogió en brazos y la alejó del grupo un momento.
—¿Crees que le gustaría que estuvieras llorando en un día tan importante?Sara negó con la cabeza y se enjugó las lágrimas.
—La hecho de menos —explicó ella.
—Yo también, pequeña, pero tenemos que ser muy fuertes, por su memoria. ¿Qué te parece?
Teodoro sonrió ampliamente, sin duda ocultando cómo se sentía realmente. Los últimos meses habían sido un infierno y Sara se había convertido en su única razón para levantarse cada mañana, para las sonrisas que no sentía como sinceras. Pero debía sonreír. Por Sara, y por Rebeca.
—¿Vamos a soplar las velas? Venga, te ayudo a hacerlo. —Teo guiñó un ojo y le hizo cosquillas.
Sara se rió y asintió.Soplaron las velas. Pero antes la niña había cambiado su deseo, por uno ingenuo pero más realista y necesario: que su padre siempre estuviese a su lado.
Luego se llenaron los carrillos de nata y devoraron la tarta. Apenas quedaron los restos que, con optimismo y paciencia, el joven gorrión esperaba conseguir cuando los humanos se marcharan de allí, todavía posado sobre el respaldo y sin perder de vista los pedazos más suculentos.
Y llegó el momento de los regalos. Los amigos de Sara la inundaron de detalles, su padre esperó a que los abriera todos antes de darle el suyo. La caja era alargada y estaba cubierta con un papel turquesa con estrellas y unicornios que Sara rompió con mucho entusiasmo.
Descubrió una caja de madera añeja, se notaba que no era nueva y estaba algo estropeada por la humedad. No tenía ninguna marca ni ninguna pista de lo que ocultaba dentro, así que la intriga de Sara duró todavía lo que tardó en abrir los dos cierres y descubrir un fagot desarmado.
Miró a su padre, sorprendida. Por supuesto, ella había reconocido el instrumento, pero no esperaba que su padre se lo regalara a ella.
—Era de tu madre.
—Lo sé… pero… —la niña había crecido rodeada por la música de aquel fagot, que no había vuelto a sonar desde hacía 10 meses.
—¿Te gustaría aprender a tocarlo? Seguro que lo haces igual de bien que ella —la animó Teo.
Sara acarició la superficie negra del fagot en silencio, con delicadeza y respeto, luego cerró la caja con mucho cuidado. Asintió con una sonrisa en los labios.
La fiesta continuó un rato más, los niños jugaron con los nuevos juguetes de Sara y luego se fueron al parque. Los adultos se quedaron en la mesa, charlando en compañía de un café. Aunque acabaron recogiendo y marchándose poco después para vigilar a los niños.
Fue entonces cuando el gorrión, recompensándose su paciencia, pudo abalanzarse sobre la mesa llena de migajas de dulce bizcocho de nata y chocolate, para darse un buen atracón.