20. Miguel y Valentín
Miguel trataba de dormirse en la parte trasera del coche de su padre. Era verano, hacía calor y tenía la ventanilla abierta.
Los grillos y cigarras se escuchaban tenues, entremezclándose con los gritos de adultos, chistes sexistas y algún comentario subido de tono, propios de un estado de embriaguez avanzado y que, probablemente, no debería escuchar un niño.
Un coche delante de un bar no era el mejor lugar para que un niño de 7 años intentara dormir, pero Miguel estaba cansado y los otros niños hacía horas que se habían marchado a sus casas, dejándolo solo en la puerta del bar donde sus padres llevaban horas tomándose la última copa.
Tal vez, si hubiese sido un hecho aislado, el bueno de Miguel habría esperado despierto, pero aquella situación se repetía más a menudo de lo que debía. Tanto que, aunque veía que en las familias de sus amigos no pasaba, en la suya, dormir en un coche era normal.
Poco antes de la 1 de la mañana, Miguel, agotado, se quedó dormido, acurrucado y abrazado al muñeco barato que sus padres, para compensarle, le habían comprado aquella misma tarde.
Miguel tenía una gran y «envidiable» colección de muñecos del Todo a 100.
No fue hasta las 3 de la mañana, cuando Valentín decidió que ya había malgastado suficiente sueldo en bebida, y volvió, junto con su mujer, al coche. Apestaban a alcohol. Ambos se conmovieron (durante menos de un segundo) al ver al pequeño Miguel dormido.
En realidad, la juerga del viernes se había acabado porque, como siempre, sus amigos se habían cansado y marchado. Solo una vez habían permitido que Miguel les aguara la fiesta, cuando la mayonesa del sándwich que había cenado le había sentado mal y había vomitado.
Valentín guardó en el bolsillo derecho del pantalón la cartera y sacó del izquierdo las llaves del coche, se apoyó en el marco de la puerta y se rió, nadie sabe exactamente por qué, mientras repasaba las llaves que tenía en el llavero.
Los dedos tropezaron y dejaron caer las llaves al suelo, tras un par de refunfuños y con la estabilidad alterada, se agachó y acabó hincando una rodilla en el suelo, no porque perdiera el equilibrio, sino porque así quería hacerlo deliberadamente, claro.
Recogió las llaves y consiguió atinar con la que abría el coche. Entró y se sentó al volante, parecía bastante cansado y miró al niño, recordando que estaba ahí.
—Este sí que sabe —comentó en alto y volvió a reírse, esta vez a carcajadas.
Miguel se despertó, sus padres no es que fueran demasiado sigilosos, y los miró, a esas alturas, le ignoraban. Su madre se había encendido un cigarro y miraba por la ventana mientras se lo fumaba; su padre estaba riéndose mientras intentaba introducir las llaves en el contacto.
El niño odiaba profundamente a sus padres, sobre todo, en momentos como aquel. Sentía una profunda rabia y no sabía cómo exteriorizarla, se avergonzaba de la familia que tenía y solo tenía 7 años.
«¿Por qué no podría tener él unos padres normales?», se preguntó más de una vez.
Valentín arrancó el coche, todavía sin abrocharse el cinturón —no lo haría— y salió del aparcamiento, circuló por una calle silenciosa y vacía, y salió a la carretera, se dio cuenta de que no había prendido las luces y entre quejas y refunfuños, las encendió.
Miguel no se había movido, no había dicho nada y siguió acostado y abrazado a su muñeco nuevo. Prefería que se olvidaran de él, cuando bebían, le gritaban y todavía era demasiado pequeño como para entender qué había hecho mal, si es que había hecho algo.
Poco antes de llegar al garaje de su casa, Valentín paró el coche y abrió la puerta con brusquedad para echarse fuera y dejar en la carretera todo el contenido que había bebido y picado aquella noche. Su mujer, asqueada, le gritó y se apeó.
Como hacía otras noches en la que aquella escena se repetía, ella terminó el camino andando, sin preocuparse demasiado. Valentín volvió a subirse al coche y, tras limpiarse con la manga de la camisa, arrancó de nuevo. Aparcó y se bajó, sin prestar demasiada atención a Miguel.
El niño salió del coche cuando sus padres ya se habían metido en la vivienda; ni una mirada atrás, ni su padre ni su madre.
Miguel había interiorizado que, el que sus padres se olvidaran de él, era bueno; y por suerte hoy se habían olvidado de cerrar la puerta, cosa que a veces…
Entró de puntillas y cerró la puerta con llave, procurando no hacer ruido. Se metió en su habitación, casi como un ladrón y se escondió bajo las sábanas para llorar.
Miguel se sentía mal y no entendía la razón por la que sus padres no lo querían.