27. Julia y Ricardo

El camarero dejó el plato con el pincho de tortilla al lado del café quemado.

Julia sonrió alzando la cabeza para mirar al camarero en un gesto aprendido, falso. Se quedó sola con lo que iba a ser su almuerzo, ¿cómo había cambiado todo en tan poco tiempo? El pincho de tortilla recalentada en el microondas todavía humeaba en un plato pequeño y desportillado de loza blanca. Un clásico.

Julia cogió el tenedor y pinchó la tortilla que, pese a haber pasado por el microondas, todavía estaba medio hecha por dentro, un arte dominado por los bares más cutres. Si hace un año le hubiesen dicho que estaría viviendo en un barrio obrero plurilingüe y sucio, se hubiese reído de la ocurrencia.

—Maldito juez —masculló mientras se llevaba un pedazo de tortilla a la boca.

Las había mejores en el supermercado; probablemente, aquella tortilla era de supermercado y el dueño del bar la había mantenido en la nevera hasta después de la fecha de caducidad. Dudaba tanto que aquel antro pasase una inspección que dejó de pensar en ello. «¿Por qué Ricardo la había citado allí? Cómo iba a permitir que su hija…».

El saludo de una voz familiar interrumpió sus nervios y enfado, se había colocado enfrentando a la puerta para verlo llegar, pero se había ensimismado tanto que no se dio cuenta cuando él la vio a través de la puerta de cristal, ni siquiera escuchó la campanilla que avisaba de que un nuevo cliente acababa de entrar.

Carraspeó y miró a Ricardo de arriba a abajo, claramente aliviada y contrariada a la vez.

—Ho-hola, Ricardo —Soltó el tenedor apresuradamente—. ¿La niña?

—En casa. ¿Puedo sentarme?

Julia notó la ira calentándole el tabique de la nariz, pero debía controlarse.

—Tenías que traerla, es el día que pasa conmigo —se quejó. Se le quitó el hambre y se olvidó del café.

—Lo sé, tranquila. Está con mi madre, esta mañana se ha levantado con fiebre. Una gripe.

—Ya, qué oportuno.

—Oye, Julia… ya basta. Sabes por qué estamos así.

—¡Claro! Todo es culpa mía.

—Deberías haberle hecho caso a Roberto, era una puta multa, joder —el tono de Ricardo, aunque duro, seguía siendo contenido, tranquilo. Conocía a Julia; bueno, había conocido a una Julia, una muy diferente. Tras perder el juicio algo cambió en ella, perdió algo por el camino y él nunca terminó de entender por qué—; podíamos asumirla.

—No, me da igual. Tenía razón y lo sabes. No es justo lo que pasó.

—Julia, no vayas por ahí.

—¿Por dónde, Ricardo? ¿Qué pasa? ¿Te molesta haberte casado con una loca?

—Julia… joder. ¿Entiendes por qué no puedes tener a la niña? ¿Eres consciente de lo que hiciste?

Julia se mantuvo en silencio. Recordaba, claro que sí. El final del juicio, haber pagado la multa a regañadientes, perder al cliente y que la echaran del trabajo. El alcohol con el que lo ahogaba todo. A Alba, a su niña, jugando en la barandilla del balcón, y todo lo que vino luego. Como imágenes nítidas pasaron por su cabeza; también sus consecuencias. Se sonrojó, se avergonzaba de todo, y la calma volvió.

—¿Has estado yendo a las reuniones?

Julia dudó en responder, luego negó tímidamente.

—Ya no. No bebo, pero no voy.

—¿El psicólogo?

—Me ha reducido las visitas a dos al mes, dice que parezco más centrada —respondió, dócil—. Quiero verla.

Ricardo suspiró y se relajó en el asiento. La miró fijamente. «¿Dónde coño estaba Julia?», se preguntó.

—Mañana, podemos llevarla juntos al cine, hay una película que lleva semanas pidiendo ver.

Julia miró al suelo y contó los papeles que habían tirados en el suelo, cerca de la barra. Los españoles, pese a pasar tanto tiempo en bares, tenían una puntería pésima para encestar un maldito papel.

Asintió.

—Bien, ven a casa… a mi casa mañana a las cuatro —Ricardo se levantó de la mesa—. Bueno, mejor a la una y media, así comes con nosotros, mi madre ha traído tres fiambreras de croquetas.

—Está bien, allí estaré —respondió Julia, sin mirarle. Ricardo se marchó sin despedirse y la dejó sola, con un café frío y un pincho de tortilla demasiado pasado.

«Imbécil», pensó y se bebió el café de un trago.