26. Raúl y Patricia
Raúl borró el último trazo que había hecho, lo juzgó innecesario para que el rostro de aquella madre se dibujara sobre el papel. Desde hacía varios días bajaba al parque que había delante de su casa por las tardes después del trabajo y se sentaba cerca de la zona infantil.
Inspiró y volvió a centrarse en el dibujo que hacía sin permiso, a hurtadillas. No es que el rostro de la mujer fuese excepcional, quería dibujar a una madre, a una de verdad. Aún le quedaba mucho para ser buen retratista, a sus rostros, juzgaba, les faltaba alma.
Raúl no iba a darse por vencido y el carboncillo dejó un nuevo rastro sobre el papel. Delineó la cabeza del lactante que se protegía sobre el pecho de quien lo alimentaba y que ahora atendía a una niña espigada que había llamado su atención apoyándose sobre su rodilla derecha.
Estaba demasiado lejos para atender a la conversación que mantenían, pero la niña hizo sonreír a la que asumió que sería su madre, y Raúl pensó que su dibujo debía imitar las curiosas arrugas que tenía en la comisura.
La niña se alejó, quería bajar otra vez por el tobogán. Siguió dibujando el rostro de la desconocida cuando se sentó a su vera una mujer con un abrigo holgado color café, el pelo recogido en la nuca, liso y graso, como si no se lo hubiese lavado en un par de días. Las ojeras mal camufladas por maquillaje eran testigo del cansancio.
El niño que la acompañaba no salió corriendo hacia los otros niños, su rostro era serio cuando se alejó lentamente del banco, se sentó solo en la arena de caliza que componía el suelo, apartado del resto. Ella suspiró, contrariada.
Raúl la escuchó, pero decidió seguir enfrascado en el dibujo, debía terminar antes de que la tarde de juegos de aquella niña se terminara, no se veía capaz ni quería terminar el retrato de memoria; juzgaba que, de hacerlo, el retrato dejaría de ser fiel a aquella mujer.
La perfección lo angustiaba y perseguía. Raúl había desechado la mayoría de sus trabajos y esfuerzos porque, aunque tuviesen valor, no eran del gusto del artista y se negaba a que permanecieran en su acerbo. No solo se deshacía de ellos, sino que los destruía completamente antes.
—¿Dibujas?
—Eh, sí. Dibujo.
—¿A ella?
—Eh, sí. Pero no la señales.
—¿No lo sabe?
—No. Solo estoy practicando y no quiero molestarla, está ocupada.
—Es muy bonito, lo haces bien. Deberías enseñárselo.
—Pensará que soy un acosador.
—¿No lo eres?
—No.
—Ya —se rió ella—. Supongo que un acosador utilizaría un móvil, es más discreto. ¿Te molesto?
—No, no —respondió cortésmente Raúl, una parte de él agradecía la distracción, el rostro de su modelo había comenzado a torcerse sobre el papel y no estaba satisfecho.
En ese momento Raúl supo que aquel retrato acabaría al fondo de una papelera, ¿para qué insistir entonces?. Así que estaba bien que alguien lo animara de forma indirecta a abandonar el reto y a distraerse.
—¿Tu hijo?
—El que está allí. Pelayo —respondió la mujer.
—No le gusta mucho el parque, ¿verdad?
—No, no sé para qué pierdo el tiempo intentando que juegue con otros niños. Siempre está solo y no sé qué hacer con él. Perdona, no quiero aburrirte con…
—Oh, no te preocupes. Es un solitario —comentó Raúl y recordó su propia infancia.
—No te preocupes tanto, yo era igual —Sonrió.
—Bueno, parece que lo sigues siendo… pero, al menos, tú dibujas. —Si a esto se le puede llamar dibujar. No lo presiones, seguro que encontrará su vocación.
—No todos nacen con ella —respondió Patricia, seca—. Él no tiene…
—Mujer, ya la encontrará, aún es un niño. Igual las matemáticas o las letras…
—Eso suelen pensar los que lo llevan dentro, que todos tenemos la capacidad, porque para ellos es fácil, pero no lo es.
—Te equivocas, la vocación es una tendencia, luego hay mucho trabajo detrás.
—Pues tampoco lo hace.
—Ya lo hará.
—No sé… —Estaba angustiada—. Luego, tampoco se relaciona con otros niños. El otro día se acercó una niña a él y la espantó de malos modos, no le motiva nada… solo le entretienen las sombras que hace la luz sobre el suelo. No es normal.
Raúl se sintió algo abrumado y no supo cómo contestar. Por alguna razón deseaba consolar a la desconocida, pero no sabía cómo hacerlo. Observó lo que hacía el niño, las líneas sobre la arena, de espaldas al resto de niños. Un palo en la arena clavado, apenas se movía del sitio.
«No es normal». Un nudo se le hizo en la garganta, ¿quién querría serlo?
—No lo será —respondió cerrando el cuaderno—, pero no conozco a nadie que lo sea. Algún día encontrará su camino, déjale que pruebe y guíale para que descubra cosas nuevas hasta que encuentre…
—No sé qué va a encontrar.
—Bueno, nunca se sabe, pero hazme un favor y no trates de obligarle a ser como el resto.
—No quiero que sea como el resto, pero tampoco quiero que sea tan diferente.
—Ya. Oye, a parte de las sombras, ¿con qué se entretiene? —Raúl estaba intrigado.
—La televisión. Los niños se entretienen con dibujos animados, mi hijo ve anuncios. Se dedica a pasar de cadena en cadena esperando encontrarlos. ¿Qué puede haber de bueno en eso?
—Igual le interesa el lenguaje, en cómo puede influir en la gente…
—Tiene siete años, no puede ser eso, es demasiado complejo.
—Bueno, según como se mire, los anuncios al final son microrrelatos hechos para convencerte de algo. ¿Le has pedido alguna vez que te escriba un cuento?
—Lo cierto es que no…
—Tal vez tenemos ahí sentado a un genio del relato corto y del microrrelato —Raúl le guiñó un ojo y sonrió—. Espero que tengas suerte y, bueno, quizás coincidimos otro día. Pero ahora tengo que irme. Ha sido un placer… —Raúl se levantó y guardó el cuaderno y los carboncillos.
Ella se dio cuenta de que no se habían presentado y ahora él buscaba un nombre que nunca le había dicho.
—Patricia.
—Patricia. Encantado, Patricia. Yo soy Raúl.
—Igualmente, Raúl. Y siento mucho… es que no sé qué hacer con él y en casa tampoco es que tenga ayuda.
—Necesitabas desahogarte —resumió él—. No te preocupes, ya verás como todo saldrá bien. Lo dicho, encantado y, bueno, ya nos veremos.
—Adiós y gracias por… —Patricia bajó la cabeza al notar la mirada de Raúl pidiéndole que no volviera por ahí—. Gracias.