3. ¿No tienes nada en la nevera?

Te has quedado dormido como siempre en el sofá con la tele, ahora, encendida. Por un casual ves la propaganda de una película que, tal vez, esa tarde te apetezca ver. Son las doce y el reloj de la vecina vuelve a escucharse en todo el vecindario.

Media hora tardas en levantarte del mohoso sofá. No te parece que pueda haber otra cosa más interesante que hacer un domingo. Bostezas, a los veinte segundos vuelves a bostezar y tu estómago te convence de despedirte de tu acomodo —al menos por un rato—. Nunca lo reconocerás, pero extrañas a tu madre y sus guisos —sobre todo a sus guisos—.

Ya en la cocina el reencuentro con tu taza de café te trae recuerdos amargos de algunas horas atrás. Piensas en ella como un buen almuerzo, pero lo descartas por el excesivo esfuerzo de recalentarlo para tan poca recompensa. Conviertes pues a la nevera en tu esperanza, así que la abres y descubres que solo te quedaba un bol lleno de lechuga, madre de una manta de hongos. Deberías tirarlo, pero le has cogido cariño y te sentirías como un irresponsable desechando aquel pequeño lecho de vida. Algún día iría a la universidad.

El congelador como último bastión es también un tiro errado: masas insulsas de pizza vírgenes que ni recuerdas cuándo tu madre te regaló te saludan desde debajo de una plancha de escarcha. Lo único bueno de aquella incursión infructuosa es la idea que se te cruza por la cabeza: Tractopizza®.

Ahora te toca recordar dónde has dejado aquella publicidad con su número estampado. Como no tienes un teléfono más inteligente que tú con Internet —¿verdad?—, solo se te ocurre recurrir a las Páginas Amarillas que dejaron la semana pasada delante de tu puerta —y que, por fin, recoges de allí—. Ya con el número en tu poder, coges tu móvil —la idea de buscar el teléfono fijo es estúpida—.

Llamas.

Vuelves a intentarlo cinco minutos después.

Llamas una tercera. Bien dicho que sea ésta en la que alguien vence —o algo así escuchaste, tampoco recuerdas cómo era el dicho… ¿importa?—. Una voz cansada desluce la conversación desde el otro lado, casi se te quita el hambre al oírla.

—¿Qué deseas? —Por no mostrarte demasiado efusivo con tus gustos le respondes con simpleza: «una pizza».

Su siguiente pregunta te desconcierta, ya de por sí no piensas demasiado y que alguien al otro lado de un auricular te pida que le especifiques de qué quieres la pizza… Suspiras y con esfuerzo recuerdas que te gusta el queso.

Gracias al cielo, la mujer al otro lado parece que comienza a llevar los pantalones en la conversación —se lo agradeces con tu silencio— y te comienza a enumerar los ingredientes que también puedes añadir sobre la masa y el queso.

—No —respondes. Te ha saturado y te entra el pánico. Ella vuelve a comenzar con la enumeración y tú, tras contener la respiración, respondes con desesperación el último ingrediente que dice—. Patatas fritas.

—¿Algo más?

Tienes que reconocer que es osada, lo que te disgusta.

—No —respondes.

—¿Algo para picar?

—No.

—¿Bebida?

—Solo pizza.

Te fastidia haber tenido que utilizar más allá de un monosílabo. Pero confías en que te ayude a finalizar el maldito trámite. ¿Tanto esfuerzo cuesta una pizza? Mas tu fe en la raza humana en los siguientes minutos se convierte en cenizas.

—¿De qué tamaño quiere la pizza?

—Del de mi estómago.

Tras un silencio incómodo o de incredulidad —quién sabe a estas alturas—. Escuchas su voz de nuevo, otra interrogación más.

—¿Mediana?

Estás a punto de aceptar su propuesta pero una luz se enciende en tu entendimiento: serás previsor y pidiendo una familiar tendrás ya la cena ganada.

—Familiar —Es tu respuesta final.

A punto estás de cantar victoria pero tras escuchar cómo tecleaba un par de veces la oyes inspirar y sabes que aún no ha terminado su tortura, estás a punto de rezongar y de patalear que tienes hambre y solo querías una pizza.

—¿Salsa?

—Como veas —A ti, que todas te saben igual por culpa del abuso del tabaco, te da lo mismo.

—De tomate, ¿sí?

—Estupendo. ¿Hemos terminado ya?

—Espera —Tras un silencio que se te hace eterno la mujer vuelve a repetir todos los detalles de tu pedido. Tú afirmas, ya aburrido del tema; tal vez deberías haber ido a pedir comida a un chino, pero estás tan cerca del final… —En media hora la tendrá en su casa, ¿me dice la dirección?

¡¿Dirección?! Corriendo buscas en la mesa de la cocina donde un cúmulo de cartas del banco y algunas facturas sin abrir tiene perfectamente descrito el lugar donde vives. Se lo lees y das gracias de que no te vea y no pueda juzgarte por no saber el lugar donde llevas viviendo cinco años. Tras una última repetición de todo, te da las buenas tardes.

Sin contestar le cuelgas, ya está tardando en llegar la pizza a tu puerta.

Tardan hora y media en llamar a tu puerta y recibes casi como si de Dios se tratase al repartidor. No tienes fuerza ni de quejarte así que le entregas el billete de 50 euros, él a cambio te da la pizza y 29 euros en monedas de 10 céntimos.

La pizza en la mesa, hueles su aroma antes de abrir la caja. Aspiras profundamente y agradecido abres la tapa. Descubres que no lleva patatas fritas sino rodajas de piña y tomate natural. El queso parece que se les ha olvidado en el horno y tu cabreo crece dentro de ti, no porque tu pizza sea diferente, sino por los tres minutos que duró la conversación telefónica en la que aquella mujer se empeñó en que tú eligieras qué querías comer para luego ella decidir por ti qué comerías realmente.