2. ¿En menos de 10 minutos?
Media hora ha pasado desde el mal trago en el bar y vuelves ya a tu refugio personal —un micropiso de 30 metros cuadrados—. En la puerta finalmente encuentra las llaves en el bolsillo izquierdo del pantalón, tras haber revisado los otros cuatro que tienes encima. Cuatro llaves idénticas unidas por una arandela. Esperas acertar a la primera, lo haces a la quinta.
Entras en tu casa y te diriges al salón de ese piso que todavía es del banco —será tuyo cuando esté ya en ruinas, en medio siglo, y termines de pagarlo—. Sabes que es bastante probable que se derrumbe justo después del último pago. La idea te susurra y por pánico juras que contratarás un seguro de hogar al día siguiente —con un dinero que no tienes—.
Tiras al suelo, donde se reúne con otras antiguas ediciones, el último periódico que has comprado —¡¿Por qué lo haces?!—.
Tal vez tu memoria no te permite recordar encuentros previos, pero descubres con sorpresa a tu sofá, de tapicería mohosamente negra, bajo aún más pliegos de periódico. Como si fuera una piscina y te fuera la vida en ello, te lanzas sobre él. Te acomodas posteriormente y miras al televisor apagado, buscas el mando con presumible preocupación. ¡No está! No está al alcance de tu mano ni al alcance de tu vista… ¿dónde…? Recuerdas entonces que lo llevaste a tu cuarto para encender tu otro televisor la noche del viernes.
Rememoras con nostalgia, ¡qué joven eras! Saliste con los amigos de juerga, tomaste tantas cervezas y, luego, al prostíbulo, donde como no os llegaba la pasta juntasteis el dinero para… una experiencia extraña —extirpas de tu memoria aquellas horas con rapidez—.
El amado viernes. Al llegar a casa, te llevaste el mando al cuarto con la idea de devolvérselo el sábado a la gran majestuosidad del salón: un televisor de plasma de 60 pulgadas con Full HD y 3 HDMI —no los utilizas, pero ¡qué bien suena!—. Te costó el sueldo de un año, un riñón y un ojo, al final conseguiste convencer al banco y la esclavitud se incrementó tres años más.
Como no tienes ganas de levantarte del cómodo sofá, empieza a pasar por tu cabeza una idea ridícula: leer un periódico antiguo —no reconoceremos que es casi un ritual de domingo para ti, por tu dignidad y eso—. Aceptas la idea y justo cuando alcanzas con la mano uno de los periódicos del suelo —sin mirar para que sea más interesante el resultado— empieza a sonar, rompiendo el silencio, el maldito teléfono. Nunca lo usas y no sabes muy bien para qué lo tienes contratado, ya que siempre utilizas el móvil que conseguiste llorando tus puntos, vendiendo tu alma y un pedazo del riñón que te quedaba medio sano.
Te levantas, dejando caer de nuevo el periódico, y vas hacia el teléfono como un zombi en busca de cerebro —con suerte algún día encontrarás el tuyo perdido entre la marabunta de papel—. En el trayecto lo dejas sonar: una, dos, tres, cuatro… a la quinta lo coges porque sabes que a la sexta salta el buzón y no quieres, sea quien sea, que se enfade contigo.
Esa voz saludó. Escuchaste esa voz al otro lado… tu teléfono tiene tanto polvo encima que la pantalla del chivato no se ve —neguemos que tampoco te acuerdas del número y lo hubieses cogido con el mismo desconocimiento—. Te arrepientes de haberte levantado del sofá, de haber recorrido todo el pasillo de tu casa; incluso te jode haber gastado energías en levantar el auricular del polvoriento teléfono.
De forma poco previsible, como todos los domingos… ¿puedes imaginarte ya quién es? Pues sí, como siempre, a las nueve y cinco: tu madre, que hace años vive en un pueblo donde cría animales para comérselos después —¿acaso no les coge cariño? ¿Es por eso que se los come? Nunca llegarás a entenderlo—. ¡Con lo fácil que es ir a la carnicería a por pedazos de carne sin nombre!
Cuando eras más joven, cuando dependías de ella para no morirte en cualquier rincón, vivía en la ciudad con el que supuestamente era tu padre (aunque nunca estuviste muy seguro de ello por culpa de las clases de genética en Biología). Tu padre había muerto —dicen que de muerte natural… tú eso también lo dudas— y, tu madre, con la excusa de no poder vivir en la casa donde te habías criado, la vendió. Por aquel entonces ya habías hecho planes de meterla en un asilo y quedarte allí, reformar la casa y buscarte novia. Pero no, tuvo que fastidiarte el plan.
Lo peor fue justo antes de irse al pueblo y comprarse su bonita casa: tiñó toda tu ropa de negro para que guardaras el luto a tu padre —aunque alegó que así te sería más fácil poner la lavadora—. Tu comprensiva madre. Todo aquello lo hizo cuatro meses después de su muerte y dos días antes de decirte que se iba a su pueblo natal y que tú debías recoger tus cosas y buscarte un piso porque había vendido ese.
A lo que íbamos. Te irritas al oírla. La odias —nunca lo reconocerás porque, después de todo, es tu madre, pero haces todo lo posible para que lo sospeche—. No dices nada de su nuevo acento adquirido. No preguntas nada en absoluto. Es de sentido común: en ningún momento debes preguntar nada nunca. ¿Por qué? Porque corres el riesgo de estar pegado al teléfono más de dos o tres horas y eso no te conviene: debes volver a tu sofá a no hacer nada. Ser un animal social está sobrevalorado.
Tu forma de ventilar más rápido a tu madre, cuando tienes mejores cosas que hacer —siempre hay algo mejor que hacer—, es escuchar en mortuorio silencio y parecer, o mejor, sonar apático cuando se requiere, utilizando un máximo intransigible de 5 palabras. Tu querida madre, cual genio del mal, intentará engañarte de alguna manera para mantenerte más tiempo al auricular. En estos casos, la solución es simple: decirle que necesitas ir al baño, que tienes cólicos y no aguantas más. Intentará darte algún tipo de consejo, pero tú te disculpas, pareciendo apurado y cuelgas repentinamente. No se molestará contigo y, por lo tanto, cuando se muera te dejará en herencia la casa del pueblo que tú rápidamente venderás para desahogarte un poco de tu hipoteca.
Suspiras y vuelves al sofá, pasando antes por tu cuarto. Ya ni te acuerdas de que tienes la ropa sucia, aún teniendo el armario vacío abierto y delante de tus narices. Recoges el mando y te marchas al salón.
Como debe de ser, después de acostarte nuevamente en el sofá y ya con el mando en tu poder, enciendes el televisor.
No pasan ni cinco minutos de publicidad antes de que se vaya la luz.
—No me jod** —maldices y te levantas, pareces haber olvidado la pereza y te asomas al balcón. Ves a un grupo de electricistas «jugando» con los cables.
Les gritas en gaélico —idioma que no sabes, por cierto—. Te responden en perfecto castellano pese a todo. Los muy cretinos dicen que hay que arreglar no se qué y tú, enfadadísimo, vuelves a entrar tropezando con todo a tu alrededor —¿a quién se le ocurre trabajar el domingo?—.