7. ¿Y si mi nuevo compi es más limpio que yo?

Te despediste de las gallinas, jurarías que una te había guiñado el ojo. Te sacudiste el pantalón a la altura de las rodillas, debías estar presentable: habías llegado al pueblo de tu madre. El cielo comenzaba a aclararse cuando recordaste que ya era lunes y, probablemente, deberías estar ya de camino al trabajo. No tenías reloj así que tampoco estabas demasiado seguro, tu móvil llevaba sin batería desde hacía un buen rato.

Caminaste por las calles vacías y silenciosas. Antes de darle la grata sorpresa a tu madre decides ir al único lugar donde hay teléfono —el bar del pueblo— para llamar al trabajo y fingir —por ejemplo— una sinusitis. Aún está cerrado y eso te reconforta, así que decides esperar sentado delante de la puerta.

Realmente no tienes muchas ganas de verle la jeta de vieja a tu madre, la última vez ya ni se maquillaba ni hidrataba su piel y te explicó que su siguiente pareja la querría tal como era… ¡Eso no se lo creía nadie! Tu piel, de hecho, empieza a exigirte su ración de crema hidratante —esa carísima que te hechas todas las mañanas sin un efecto real en ti—.

Sin demasiado mimo y con muchos pájaros en la cabeza, te rascas y, al mirar debajo de la uña, descubres con horror una escama de piel, de tu propia piel. Hinchas los mofletes, cabreado, si te hubiesen dejado dormir en tu casa esto no hubiese pasado: tu pobre piel, llena de mugre y poros sucios, estaba ahogándose y tú no podías ayudarla. «Ojalá hubiese reventado el bloque de al lado», piensas —gracias que nadie te lee el pensamiento—.

Después de un tiempo allí sentado, con la piel escarchada y fría y observando como una mala hierva crecía a tu lado de forma alarmantemente rápida, llegó por fin el dueño del bar. Le saludas y él, con un deje que te hace difícil entender lo que te está diciendo, te responde. Asientes y esperas a que abra.

—¿El teléfono? —le preguntas. Él, amablemente, te responde (gracias que acompaña con una señal del dedo, porque no le entiendes). Taciturno te diriges a la cabina y miras los dígitos dibujados en forma de círculo.

«¿Cuántos años tendrá este teléfono?». Descuelgas y sigues mirándolo fijamente, dándote cuenta de que no te sabes el número de memoria. Te giras hacia el señor que gentilmente mira un reloj el tiempo que estás pasando allí —la cabina no es de cobro automático, claro—.

—Disculpe, ¿tiene una guía o… —Él te interrumpe y vuelves a colgar. Te pasa una guía telefónica de más de diez años de antigüedad. Rezas para que tu empresa no haya cambiado en ese tiempo de número de teléfono.

Lo encuentras, con una suerte inesperada, y corriendo descuelgas para llamar. El dueño entonces pone el cronómetro a correr.

Ring. Comunica.

Ring. Comunica.

Ring. Comunica…

¡Clack!

—Buenos días, ¿qué desea?

—¡Hola, Cloe! —saludas animado, por fin una voz amable y conocida.

—Hola, ¿en qué puedo ayudarle? —responde.

—Cloe, soy yo, ¿puedes ponerme con el despacho 14? Necesito hablar con mi compañero.

—¡Oh! Roberto no viene hoy, solo está Cándido.

—Bien, me vale.

—No puedo pasarte, lo siento, no está permitido que los ajenos de la empresa se comuniquen con…

—¿Ajeno? Pero si soy Al… —no te deja terminar tu nombre, cuelga y tú te quedas extrañado. Tras varios segundos te das cuenta de que para ella no existes, en vez de tres personas en tu departamento solo hay dos. La existencia te abofetea y sientes el peso de la nada presionando dentro de tu cabeza. Te das automáticamente por despedido, o no.

—¡Mozo! ¡10 euros! —te responde el dueño y le miras fijamente, como sorprendido, curiosamente esto sí que se lo has entendido.

—Mi madre se lo pagará en un rato, la conoce, vive en el 7 de… —No recuerdas el nombre de la calle. Sin esperar a que rechiste, sales del local y el dueño ni siquiera se molesta en perseguirte.

Próximo destino: la casa de tu madre. Una puerta de madera tallada y con un barniz que parece nuevo te recibe, en el porche las madreselvas crecen radiantes y le dan un aire tan… a todo. Tocas al timbre y escuchas la melodía empalagosa que hace eco desde el interior. ¡Por Dios!

Abre la puerta una señora que no es tu madre, pero debe tener más o menos su edad. Te mira fijamente sin decirte nada, sus ojos bajan lentamente y te juzgan. Te sientes pequeño, muy pequeño. Debes haberte confundido y ya estás preparando una frase de disculpa en tu cabeza.

—¡Cariño! —grita—, tu hijo está aquí.

«¿Cariño?»

Ella te invita a pasar y te acomoda en el sofá, sabes que ha dudado si pedirte que esperases para poner un plástico sobre el asiento antes pero no te ha dicho nada y deja que tu mugre entre en contacto directo con la preciosa y pulcra. Tu madre hace acto de aparición entonces y te mira con cierta sorpresa.

—¿Qué haces aquí?

Un «¡Hola, hijo mío! Qué agradable sorpresa» te hubiese bastado, pero tal vez era demasiado para ella. Aún así, requerías algunas explicaciones.

—Una visita sorpresa, supongo.

Ella se sienta junto a la desconocida y se dan la mano. Aún así, sigues sin ver la relación y solo, tras un rato explicándote cómo se dio cuenta de que ella no era como pensaba que era —vale, eso tampoco te lo dejó muy claro de primeras—, te diste cuenta de que tu madre era lesbiana.

—¡Ouu! —fue lo único que articulaste una vez te diste cuenta de aquello. Alguna imagen rápida que no querías ver pasó por tu cabeza y la procuraste rechazar rápidamente—. ¡Oh! Espera, ¿y papá?

—Bueno, era lo que tocaba en aquel momento —me confesó—. Muy majo.

Como tampoco quieres saber nada más de aquel tema, decides contarle a tu madre lo que te ha ocurrido a ti y ver si podía proporcionarte asilo. Te escamó muchísimo que no se pusiera a gritar al saberlo, sino que te sonriera —haciéndote entrar en pánico— y se mostrara comprensiva.

—No pasa nada, puedes quedarte. Luego te enseñaré tu habitación, ¿has desayunado?

«Habitación… ¿Habitación? ¿Tengo una habitación? ¿Por qué si yo no…?». Estás algo confuso, por qué no reconocerlo a estas alturas. «¿Quién eres y dónde está mi madre?», hubiese sido una buena pregunta que hacerle a aquella mujer que se parecía tanto a la que te había traído al mundo y, a la vez…

Desayunaste con ellas y aguantaste mimos y una faceta de tu madre que nunca habías visto, tal vez no deseabas conocerla nunca pero tenías un plato de comida caliente delante de las narices. Comida caliente y decente, aguantarías lo que fuera.

Ya con el estómago lleno, tu madre te guió hasta tu nuevo aposento. «Pasmado» hubiese sido una palabra adecuada, pero no era suficiente para describir cómo te sentías. Respiraste hondo varias veces para recuperar la calma —cualquiera en su sano juicio te hubiese recomendado no respirar tanto en aquel lugar—. Intentas buscarle el lado positivo a todo aquello: ibas a tener un compañero de habitación y tu compañero era, probablemente, más limpio y ordenado que tú.

Te sentaste en un tocón de madera y miraste al cerdo que comía tranquilamente una mata de hierba verde. No dijiste nada y tu madre se despidió de ti con una sonrisa para que os hicierais amigos. Querías creer que debía tratarse de una broma de mal gusto. No sabes bien cómo pero, después de un rato y sin tener demasiados conocimientos del reino animal en general, te diste cuenta que no era cerdo sino cerda… y que estaba en época de celo —no entraré en más detalles—.

Te resignaste y recordaste a la rata de la bañera, hubiese sido mejor quedarse con ella, a veces la rabia es mejor que el amor.