No lo sabías
Tuve la mala suerte de que él nunca me levantara la mano. Me habían enseñado que violencia contra la mujer eran las bofetadas, los insultos que incluyen palabrotas y, en casos graves, en los que te maquillas los moratones.
Había algún caso muy grave, cuando acababas en el hospital. En estos, si se daba la receta de la violencia de género, alguien se interesaba y te hacía preguntas demasiado personales y te sugería que había una salida. Que podías denunciar.
Denunciar, ¿el qué?
¿Sabes lo primero que suele pensar una mujer encarcelada en su pareja cuando le recomiendan denunciar?
«No, yo no soy “esa” de las noticias», «Esto solo ha sido un accidente, no se va a repetir», «Yo no sufro violencia de género, eso les ocurre a otras», «“Esa” mujer no soy yo» o «Yo no formo parte de la estadística», no puedo porque me han dicho lo que era maltrato y lo mío es otra cosa… Otra cosa que todavía no sé nombrar. O no soy capaz. O no quiero porque me avergüenzo, porque sé que me van a señalar y no quiero ser «esa».
Hay un último escalón de la violencia, es en el que te conviertes en tragedia: él consigue que ya no respires más. Ahí sí que eres estadística. De la terrible. La que se queda muda y deja mudos a los otros. Los que no han visto nada. Los que solo han visto normalidad.
Hace años era común, en estos casos, encontrar a alguien que conocía a la pareja diciendo que él siempre le había parecido muy normal o muy buen chico. El maltratador, de cara al público, sabe hacerse querer, ser bondadoso, ser benevolente —incluso con su objeto—; de él solo vas a escuchar buenas palabras, caballerosidad, encanto, apoyo, caricias y, sobre todo, sonrisas llenas de blanqueante incluso hacia su objeto. Porque es la forma en la que perfuma la mierda que luego es en casa. Cuando tiene libertad de quitarse la careta y desfogarse con la mujer que ha sometido. Se desfoga y la mayor parte de veces no hay golpes, ni siquiera amenazas.
A ella, que la ha esclavizado y, de ella, solo saldrá lo que confía y desea que sea lo «correcto», lo que le permita evitar que la haga más pequeñita, más insignificante. Ella intenta averiguar lo que es correcto, porque no lo sabe y todavía nada lo es. Correcto. Lo que él considera correcto, que es, para ella, la obligación de hacer bien lo que desconoce. Eso desconocido que evitará que él se enfade demasiado. Porque, el pobrecito, se enfada —con razón—, y se lamenta a gritos y llora. Sí, los malnacidos lloran y se victimizan, utilizan el chantaje emocional para que te responsabilices, porque saben que tú sí lo vas a hacer y acabas por ceder, te cedes, porque crees que le estás haciendo daño, porque crees que lo amas, y así te anulan.
Esa conducta amable y cariñosa suya que presenta con los demás y con ella cuando hay «demás», la confunde, la disocia y, terriblemente, le crea una falsa esperanza. Una falsa expectativa de que, en el fondo, él es bueno. Es ella la que lo convierte en un monstruo y, por supuesto, como es ella, es ella la que hace el mal. Entonces, ella es la última culpable de lo que pasa en casa, a puerta cerrada.
Ella es la mala.
A veces, llegan juntos a casa después de haber quedado con los amigos de él; de los de ella hace tiempo que no sabe o sabe muy poco, ni siquiera se atreve a enviarles un WhatsApp sin permiso previo, porque ha perdido su voz y su libertad. A veces, él, para que ella todavía se sienta independiente, le permite usarla públicamente… la voz. Pero la correcta, la que él dice que debe ser. No vaya a desenmascararlo por accidente.
A veces, llegan juntos a casa y ella deja el bolso en la mesa con esperanza de que él seguirá con ese buen talante que trae de la calle, porque hace calor y la conversación con sus amigos ha sido muy agradable (ella los ve como amigos, ya de ambos, pero ella no los ha elegido, los ha elegido él. Como he dicho, con sus amistades anteriores… poco contacto mantiene ya).
Él seguirá de buen talante porque tú lo has hecho bien, no te ha sonreído de esa manera cuando has conseguido arrancarte un comentario divertido que les ha recordado que eras partícipe de la conversación.
Y en el hospital te preguntan y tú no sabes qué contestar porque cuando estás con él en casa, cuando estás soltando el bolso sobre la mesa, no te ha llamado guarra ni te ha pegado. Y como no te llama guarra y no te pega, no es violencia, no es maltrato, no es destruir a una persona. No es destruir a una mujer. Ella ha querido estar ahí, o eso cree, por amor, porque es lo que se espera, porque se ha comprometido, porque qué van a pensar… porque es que lo señalarán si ella le afea. No, ella no sufre, no tiene permiso, porque de sentir ella, a él lo señalarían y… pobrecito.
Sueltas el bolso, llena de esperanza, de que esta vez podrás disfrutar de él, de la compañía, de la felicidad que un día creíste que te dio… En cuanto dejas de tocar el bolso, lo intuyes. Lo sabes. La esperanza se esfuma, otra vez.
No te va a llamar guarra. No te va a pegar. Porque no le hace falta.
No lo va a hacer porque sería evidente, te darías cuenta de quién es y todavía no ha conseguido destruirte del todo. Todavía no te ha puesto la mano encima, porque él sabe que, de hacerlo, todavía tienes opciones para escapar. Porque entonces sí que te darías cuenta. Porque todavía es pronto para marcarte visiblemente. Todavía no va a pegarte, pero lo hará cuando tenga claro que ya no tienes más opciones que él.
Por ahora, solo se centra en trabajarte en lo sutil, en lo irrisorio, en lo pequeño, en el maltrato psicológico, en minarte la autoestima. Trabaja para que accedas a una realidad donde tú eres pequeñita, sumisa y servil. En la que discutas cada vez menos y en la que accedas a cada vez más. Y eso no lo puedes llamar violencia de género porque no hay moretones, no hay dolor. Lo que entiendes por dolor, que, según te han explicado, es físico. En todo lo que escuchas de él no hay nada que no hayas escuchado antes en otros. No hay nada que no signifique renunciar a ti para ser nosotros —que es lo mismo que él—.
Sin saber cómo, sin saberlo explicar, cuando el tacto pierde el bolso y él termina de girar la llave en la cerradura de la puerta, te sientes chiquitita, drenada y tratas de evitar que esa piedra gigantesca que sientes sobre la cabeza no te aplaste. Te apagas, apagas las ilusiones y te inundas de la certeza de lo que él piensa… y todavía no ha abierto la boca.
Cuando por fin lo hace, solo hay normalidades y no eres capaz de explicar ni entender qué es lo que las hacen tan terribles; porque cuando lo fueron, todavía no vivías con él y fueron gotas del océano en el que ahora te ahogas. Eso lo hace aún más terrible porque no eres capaz de explicárselo a nadie ni explicártelo a ti.
Él solo usa palabras normales que, sin saber bien cómo, para ti son un corsé y te asfixian. Una pulga combustionando sobre un sol que, sin saber cómo, se libra segundo a segundo de convertirse en cenizas.
Todavía no ha pasado a los golpes porque todavía no te ha terminado de hacer el nudo. Él lo sabe. Tú no.
Cuando tratas de contárselo a cualquiera de los amigos, esos de los que cada vez sabes menos por qué él ocupa toda tu vida… Cuando tratas de contárselo a cualquiera de los amigos que te ha permitido mantener y que, todavía, te permite ver en ocasiones especiales, a solas. A ese amigo le cuentas cómo va la relación, justificas las razones por las que ya no puedes tomarte un café a media tarde, después del trabajo o el domingo, porque estás demasiado ocupada sirviendo (no lo explicas así) a ese «nosotros», a esos compromisos que tú si le has regalado a cambio de nada. Entonces, mezcladas, aparecen algunas dudas sobre la relación y al exponerlas parecen razonables, normales, pero tiemblas y no sabes por qué razón te pone tan nerviosa decirlo en alto. Decírselo en alto a alguien que te conoce de toda la vida, a alguien que te valora, que te quiere y te quiere como eras. Que no entiende bien, porque tampoco se lo han explicado, quién eres ahora, por qué ahora eres otra. Por qué tu luz ahora es tan pequeñita.
Te atreves y se lo cuentas, pero tan vestido de normalidad, de anécdotas cotidianas, de preocupaciones puntuales que deseas hablar con él para que no vuelvan a repetirse… y entonces dejas de sentirte tan chiquitita porque tienes fe en que él entenderá y cambiará, porque… te… quie… re…
Querer implica posesión del objeto deseado. Amar implica deseo por el bienestar y felicidad de la persona sentida y apreciada. Apreciada porque es preciosa. La preciosidad solo se consigue en libertad.
Entonces, esa persona en la que confías y a la que también le han advertido de que la violencia es que te golpeen y te llamen puta, te tranquiliza y le apoya inocentemente, dándole normalidad a la situación, justificando lo que te ocurre como el proceso de adaptarte tú a vivir con alguien. Con alguien que nunca da ni cede nada de él, eres tú la que, como amante y objeto, tienes que hacerlo.
Tú te adaptas. Es tú responsabilidad. Él no tiene que hacer lo uno, ni tampoco tiene de lo otro.
Te tranquiliza y asumes que, en realidad, es lo que ya sabías, que el problema eres tú, que él tendrá razón en ser como es y que, por supuesto, la culpa de todo no es suya. Que tendrás que esforzarte en cambiar, en ser mejor, en ser más complaciente.
En ser más pequeñita. Más obediente. Mejor. Porque tú eres la que falla, la que es torpe, la que está llena de culpas y pretensiones erróneas. A veces, se te ocurre y te envalentonas, le exiges lo que crees necesitar y te dice que ni siquiera te corresponde pedirlo… y esto debería avergonzarte.
Entonces, cuando ya los mensajes que te llegan cada trimestre de alguno de tus antiguos amigos sugiriéndote un café, los respondes con una disculpa porque no puedes, porque tienes que hacer recados o te abruman las tareas pendientes bañadas en una angustia que no entiendes de donde nace.
Ahí, entonces, llega la bofetada.
Y él lo sabe.
Luego, quizá, es verdad, si no sabe contenerse, acabarás en el hospital, confusa y creyendo que ha sido solo una anécdota. Como todas las anteriores. La última vez, porque luego se disculpa y es un santo, de verdad, que no es mal chico, que solo tiene un pronto muy malo.
Él es el bueno.
Esto ha sido solo un accidente.
Yo no soy esa.
Y sales del hospital con él abrazado y siendo «amor».
Entonces, sabe que eres suya.
Entonces, tú ya no sabes ni quién eres.
Entonces, sabe que ya te ha sometido.
Entonces, tú ya no sabes nada.
Entonces, sabe que te ha arrancado tu voz.
Y, entonces, puerta cerrada, la rueda comienza de nuevo a trillar.