1. El problema
Me había levantado una mañana con una sensación rarísima en el estómago; no tarde mucho en darme cuenta de que eran náuseas, pero no de esas que tienes cuando te gusta alguien, no. Vomité. No estaba enferma y vomité. Alarmada y con el corazón a mil me pregunté en la intimidad de mi baño qué me pasaba. Llevaba sin vomitar más de diez años.
Pasó un rato y me sentía como nueva, tenía un hambre voraz y ya, en la cocina, el calendario me recordó qué día era. ¡Horror! 26, 27, 28, 29, 30, 31… ¡No puede ser! Tres días de retraso.
Negando lo que se me venía encima, decidí no decírselo a nadie aquel día. No iba a ser difícil, los sábados estoy sola en casa. Bastantes pensamientos extraños pasaron por mi cabeza, el pánico estaba detrás de mi esperando, pero me daba miedo mirar. Pensé seriamente en la posibilidad de suicidarme, aunque era contraproducente si al final era un retraso.
Me gusta ser dramática.
A media mañana decidí acabar con mi angustia y fui a la farmacia. Necesitaba saberlo y como cualquier adolescente normal sin ingresos propios le birlé unos treinta euros a mi madre.
Ya en la farmacia, y con vergüenza desmedida —ni siquiera comprar condones me apuraba tanto—, pedí un test de embarazo. La transacción fue a pedir de boca: el farmacéutico apuró al máximo el saldo disponible en el bolsillo derecho de mi vaquero, eso sí, sin saber de cuánto disponía yo: me sobró solo un céntimo. Mi colección de monedas un día será memorable.
Al llegar a casa con mi test de contrabando me encerré en mi habitación y me aseguré de que se mantuviera cerrada con una silla. Leí el prospecto que venía con el palito. Me jodió saber que debía esperar hasta la mañana siguiente, al primer pis, para que fuera más fiable.
El día se me hizo eterno. Gracias que estaba sola y no debía fingir normalidad. No queréis conocer los detalles, fiaros de mi.
¿No es increíble que existan horas anteriores a las siete? Bueno, me hice el test a las 5:47 h de la mañana.
Supe el resultado a las 5:49. El cacharro, tras mearle encima, necesitaba un minuto para dar su opinión; en cristiano, estuve al borde del colapso durante unos interminables sesenta segundos. Os juro que las milésimas de segundo pasaban como si cada una fuera diez años.
¡Por fin! El hilo rosa apareció dibujado sobre el palito, a su lado otro le hacía compañía. Miré en el prospecto lo que significaba aquello. Definitivamente, embarazada.
No lloré porque entonces mis padres me oirían y no quería que se enterasen así.
A ver, poneos en situación: te despiertan, con lo que estás de mala leche, y luego te enteras de que tu hija, la que aún piensas que es una niña inocente en todos los aspectos, está gastándote una inocentada muy gorda. ¿¡Embarazada!? Imagino la cara de mi padre.
Recogí la prueba del delito y volví a mi habitación. Ese domingo fuimos a comer a casa de los abuelos, como siempre hacemos —a mi madre no le gusta cocinar y mi padre es un vago redomado, soy idéntica a ambos—, y no se le ocurrió a mi abuela otra cosa que servirme huevos escalfados. Corrí al baño y vomité otra vez.
Mirando el desagradable contenido que salió de mí, asumí que iba siendo hora de tener unas cuantas charlas.