3. Mis padres
En mi casa a veces se podrían rodar escenas de cine, las comidas son metraje perfecto para una película clásica. El almuerzo y la cena en la mesa, todos juntos hablando sobre nuestros respectivos días. ¡Ah! Qué gran familia.
La mesa esperaba y sobre ella una de esas recetas de mi madre, a la pobre no le gusta ni se le da bien cocinar, pero algunas veces se golpeaba la cabeza o sus amigas la presionaban para que fuese buena ama de casa. Y todos sufrimos en silencio.
Cuando nació mi hermano pequeño mi madre decidió que no le estropearía la infancia como hicieron conmigo, así que dejó el trabajo para estar todo el tiempo disponible para él. Mi padre insistió en que no hacía falta; de hecho, era necesario que no lo hiciera, pero mi madre no le hizo caso.
Ocho años después de su nacimiento todavía no se sabe abrochar un botón, supongo que mi madre lo está haciendo bien.
Ya estábamos todos a la mesa y mi padre miraba serio el plato.
—María, mañana preferiría una pizza —le dijo a mi madre.
Probé entonces lo que había preparado y creo que la mejor descripción que puedo hacer es: bolsa de plástico bañada en mantequilla caliente. Si conseguir que una comida precocinada salga mal es un don, mi madre contaría con él de forma innata.
Nadie respondió y todos seguimos disfrutando de aquel curioso —y dudoso— manjar. En días como este pienso que mi madre podría hacerse rica como cocinera jefe en algún programa de pérdida de peso: nadie en su sano juicio se terminaría aquella comida.
Lo que hace una por la familia.
El sonido de la cuchara y aquel silencio, el esfuerzo por no escupir aquello. Comencé a sentir náuseas y mi hermano pequeño entonces decidió que ya no podía más y se levantó para darle el plato a mi madre. Ella lo aceptó y se levantó para hacerle un sándwich.
—Esto no lo arregla ni el ketchup —comenté.
El resto nos quedamos quietos, increíblemente quietos. Al fondo un tic-tac susurraba tímidamente a una mosca que zumbaba sin saber dónde esconderse de aquellos vapores. La iluminación teñía de ocre la escena, ni el mejor teatro hubiese podido emularla.
Con mi madre de vuelta a aquel reducido lugar al que amablemente llamábamos comedor, comencé a darle vueltas a cómo decirles lo que ya sabéis. Pensé que la experiencia con mis pretendientes podría haberme ayudado, pero no y, lo peor, no me había preparado nada. Decidí improvisar.
Miré a mis padres fijamente, poniendo cara de circunstancia. Tenía dos opciones: soltárselo de sopetón o dar un rodeo mundial para acabar por soltarlo como apoteosis. Opté por…
—Papá, mamá, ¿me queréis? —Ambos me miraron con la misma cara que cuando les pido dinero sin decirles para qué lo quiero. Se miraron un segundo en un pulso que, creo, ganó mi madre.
—¡Claro! ¡Por supuesto! ¡Eres nuestra hija! —balbuceó mi padre.
—A que mis tonterías os divierten. Nunca os enfadáis… —Usé entonces mi mejor gesto inocente.
—¡¿Has robado a alguien?! —saltó mi adorada madre. Siempre dice que acabaré como una delincuente así que no me pilló por sorpresa la pregunta. Negué con la cabeza lentamente, con resignación. Creo que mi padre se olió la tostada y me pidió que fuera directamente al grano.
—Me gusta un chico —Tras una pausa, me corregí—: bueno, tres.
Los ojos en blanco de mi padre me hicieron notar que, tal vez, odiaba las conversaciones sobre romances adolescentes. No debía darle tiempo, porque le encasquetaría a mi madre la conversación. ¡Ni loca lo iba a hablar a solas con ella!
—El otro día, cuando salí con mis amigas pues… bebí unas copas y estaba algo borracha. No sabía bien lo que hacía —comencé a justificarme— y me lié con los tres chicos.
No tuve el valor suficiente como para mirar a mis padres pero oí como la cuchara de mi madre se estrelló. La mosca se detuvo y el reloj, también.
—Quiero añadir —La clave era terminar de dar la noticia y continué— que estoy embarazada de alguno de ellos.
Mi madre comenzó a mascullar lo que parecía una maldición o lamento. Mi padre se reía a carcajadas, tal vez un ataque de histeria. Le costó recuperar la compostura y secarse las lágrimas que se le habían escapado.
—¡Ay! María, María, ningún rezo va a salvarte. ¡He ganado la apuesta! —le dijo mi padre a mi madre.
—Un año más, solo era un año más —lloriqueó ella.
Sí, habían apostado… Y aún así ni siquiera me libré del sermón que vino luego.