4. La solución
El final fue simple, el lugar menos violento al que mirar en aquella consulta era el suelo. Del techo colgaba una especie de lámpara mantis de ojos blancos brillantes y las paredes suponían un reto más espeluznante: ilustraciones del interior del vientre de una mujer te iban preparando mentalmente para ese futuro demasiado cercano.
Creo que el ginecólogo no tenía muy claro por qué en su consulta había tantos adolescentes. Miraba a mis pretendientes con lentitud, luego a mis padres justo un segundo antes de poner los ojos en blanco y terminar, finalmente, en mi.
—¿Y bien? —me preguntó y yo, obviamente, dudé. ¿Para qué otra cosa vas a un ginecólogo si no tienes un asunto entre las piernas? ¿Por qué una pregunta tan obvia?
—Bueno, yo estoy embarazada y…
—¿Edad?
—16 —le contesté. ¡Qué mal educado! Cortándome a mitad de frase, ¿su madre no le había enseñado modales?
Ese pensamiento hizo que me planteara qué clase de madre quería ser yo. Tras un segundo de meditación lo tuve claro: sería una madre enrollada.
—¿Cuándo fue tu último día de periodo?
—Pues… hace 33 días, creo. Me hice un test de embarazo y…
—Ajá. ¿Ciclos regulares?
—Sí, bueno, a veces no… —¿Por qué tanta pregunta estúpida?, me quedé en silencio pero sonreí con amable falsedad.
Era la primera revisión de mi estado y ya me caía mal el ginecólogo. Esto iba a ser muy largo y lamenté entonces no haber atendido demasiado en las clases de sexualidad del instituto. Aunque el ginecólogo, a continuación, tuvo a bien repetirnos a todos la lección: los anticonceptivos son muy importantes, sobre todo en las relaciones casuales.
¡Ja! Recuérdaselo a mi yo borracha la próxima vez, ya no tenía demasiado remedio aquello.
—Bien, ahora necesito que te quites la ropa, allí puedes cambiarte y ponerte la bata.
—Pero… ¿toda? ¿La interior también?
—Sí, ¿supone algún problema? —Me preguntó, supongo que ya habiéndose hecho una imagen de mi bastante negativa; bueno, no le voy a quitar que tuviese algo de base para ello.
Fui a quitármelo todo, con los nervios revolviéndose en mi estómago. La bata de un color blanco sucio me recordó al papel reciclado que usamos en clase. Total, me la puse y procuré no mirarme en el espejo —¿por qué había un espejo? ¿Para ver si la bata te combinaba con el color de ojos?—. Salí de nuevo con algo de vergüenza, y una sensación similar a la de las novias cuando todos las miran al entrar en la iglesia. Podría reconocer que me sonrojé pero no lo voy a hacer.
Tras una breve intervención del ginecólogo acabé acostada en la camilla, muy poco cómoda, por cierto.
—Las piernas… —dijo el ginecólogo señalando dos enormes hierros que se alzaban delante.
Volvió a hacer un gesto y, con vergüenza y obediencia, coloqué las piernas en alto y dejé completamente accesible una zona que no debería serlo… tanto. Eché de menos mis bragas.
El médico se metió entre mis piernas, solo le veía las puntas del pelo engominado y comencé a sentir un tacto frío de látex ahí abajo. Miré a mi madre, que me miraba intentando no reírse.
Tras una eternidad, todo acabó con el sonido de látigo que producen los guantes al ser separados de la piel de forma brusca.
—Parece que todo está bien —comentó—. Puedes bajar, te traeré una compresa.
—¿Una compresa? —le pregunté, extrañada.
—¡Oh! Sí, te acaba de bajar la regla, ¿no has notado ningún malestar?
—Sí, bueno, ¿no estoy embarazada?
—No, pero usa condón, hazme el favor. Digamos que esto ha sido solo un aviso.
Asentí agradecida, creo que nunca me había alegrado tanto de tener la regla y algo confusa, pensaba que los carísimos test de la farmacia no fallaban con estas cosas.
Mi madre comenzó a reírse entonces.
—¡Ya estás devolviéndome el dinero de la apuesta, querido!
Suspiré con alivio. Qué queréis que os diga… ¡todo estaba mejor que bien!